[1]Mtra. Miriam
Grynberg Robinson
Algo de lo indecible debería escribirse, cicatrices y trabajo de ausencia, en espera de poder decirse en re-presentaciones.
M. de Certeau (1995)
En este momento de la historia de la humanidad de incertidumbre, caos y violencia me parece indispensable reflexionar sobre las traumatizaciones masivas provocadas por las catástrofes sociales que son transmitidas a las generaciones siguientes. Pienso que esto nos hace responsabilizarnos de la transmisión transgeneracional de huellas traumáticas en donde el sufrimiento silenciado por la violencia vivida en una generación queda inscrita en huellas de memoria que si bien carecen de representaciones en palabras para ser simbolizadas en las siguientes generaciones, la esperanza de la elaboración queda depositada en éstas. Ello me induce a preguntarme sobre los efectos de dicha transmisión en el establecimiento de la subjetividad respecto a las sucesivas generaciones.
Las catástrofes sociales causan una traumatización masiva en los sujetos que las sufren, debido al nivel de indefensión al que son expuestos.
La traumatización es extrema, por lo que el trabajo elaborativo y su simbolización en una sola generación es difícil. Así, muchas veces esta imposibilidad de acceder al proceso de duelo ante lo traumático hace que se delegue a través de la transmisión a la segunda e incluso hasta la tercera generación. Con la esperanza, de que, al no ser la generación directamente afectada, tenga mayores posibilidades de llegar a nombrar e historizar aquello que ha quedado silenciado.
Me centraré para trabajar en ello en ese ejemplo límite de destructividad al que ha llegado el ser humano durante la historia moderna: Auschwitz (lo utilizaré como sinónimo de Shoá y Holocausto).
El ejemplo de Auschwitz nos muestra el máximo grado de destructividad al que nos ha llevado la modernidad, que no comienza y no termina con los nazis. ¿Por qué consideramos que es el máximo grado de destructividad al que nos ha llevado la modernidad? Porque lo que allí apareció no fue la violencia del hombre con el hombre, apareció lo impensable más allá del odio; lo nominaré “El Mal radical o Destructividad” que tiene que ver con transformar al otro en cosa, primero en plaga o enfermedad y luego en material industrial. Desapareciendo el odio en la mirada del verdugo (puesto que ya no hay enemigo humano al cual odiar), aparece una mirada indiferente; lo que se ve ya no es un humano, es materia prima. Aparece la desubjetivización masiva del otro. El otro pierde su condición de semejante.
Desde esta perspectiva, el Holocausto significa una mirada reflexiva a esos mecanismos destructivos inherentes en el ser humano que son parte inevitable del progreso, sus posibles alcances y efectos.
Dice Reyes Mate (2003): “Esos triunfos parciales logrados por el ser humano sobre la barbarie a lo largo de siglos, quedó pulverizada en Auschwitz. No sólo porque el hombre fue capaz de instituir una fábrica de muerte para su semejante, sino porque también fue pensado como un proyecto del olvido. Todo estaba pensado para que no quedara ni rastro, por eso todos tenían que morir y los cadáveres debían ser quemados”. Lo más singular era, como dice Vidal Naquet, “La negación del crimen dentro del crimen”, para que no hubiera huella en la memoria de la humanidad. Así no sólo se constituía el asesinato colectivo de los sujetos, sino el asesinato de lo simbólico mismo.
Levi (1958) nos narra cómo el SS en Auschwitz dice: “Ninguno de vosotros quedará para contarlo, pero incluso si alguno lograra escapar, el mundo no lo creería”.
Cuando hay intento de olvidar, de borrar el acto, cuando no hay rituales colectivos como intentos de elaboración, lo que se inscribe en las siguientes generaciones es el horror, la palabra indecible y el retorno de lo traumático. Esa sensación de silencio nos responsabiliza para pensar lo impensable. Porque la victoria del verdugo es crear ese lugar de horror cuya invocación se vuelve imposible. Esta ruptura entre experiencia y representación, entre experiencia vivida y el relato de la misma (Viñar, 2005). Es a posteriori cuando existe la esperanza de darle un proceso de historización a esos huecos de memoria.
Evitar la repetición de Auschwitz tiene que significar darle palabras al sufrimiento y no volvernos indiferentes a él. Porque no debemos olvidar que el acontecimiento que allí ocurrió por primera vez a nivel masivo no fue la violencia, fue el Mal radical que está vinculado con un “más allá” al que podríamos pensar como una desinvestidura de la relación humana.
Las preguntas que surgen son: ¿Qué efecto tiene en la mente humana este resquebrajamiento de la unidad de la especie? ¿Cómo poder simbolizar lo traumático y poder asumir la alteridad? El Mal sigue entre nosotros y su vigor mortífero no se atenúa.
Negar la historia es borrar la memoria como pretendían hacer los nazis. Esto indica el camino para retornar a Auschwitz. Desde el punto de vista psicoanalítico, me parece que podríamos intentar pensarlo desde el trabajo que hace la pulsión de muerte en la psique humana.
Pulsión de Muerte.
Freud (1937), en Análisis terminable e interminable, distingue entre dos formas de expresión de la pulsión de muerte: la primera aparece como energía ligada, que puede ser comprendida en términos de culpabilidad y alimenta el afán del autocastigo; esta es una manifestación en donde la pulsión de muerte aparece mezclada con eros, por lo que puede encontrar ligadura. La segunda aparece como energía libre, es la que escapa a toda comprensión y sentido, la que establece la compulsión a la repetición; es silenciosa, es indiferente, busca la no ligadura de los procesos psíquicos.
La agresividad, dice Freud en El Yo y el Ello (1923), es mezcla de pulsiones de vida y de muerte, por eso inclusive el sadismo es un intento de ligadura, de vínculo con el objeto, aunque sea a través del odio y el control. Esto tendría que ver con la primera forma de expresión de pulsión de muerte que propone Freud (1937) que nominaré “Violencia” aquí hay ligadura aunque sea a través del odio, el otro es enemigo pero sigue siendo humano. En cambio, en la segunda forma de expresión de la pulsión de muerte (Freud 1937), la nominaré “Destructividad o Mal radical” es el asesinato sin pasión. Green (1990) nos explica que es el crimen en frío, donde el criminal mata a sus víctimas sin tocarlas, como si se tratara de privarlas hasta del goce masoquista que pudieran extraer de sus heridas.
Green (1990) nos sigue explicando que la aniquilación por nadización, con indiferencia, consiste en la desinvestidura brutal -a menudo inconsciente- de aquel que ayer era todavía alguien a quien se estaba ligado por el amor y/o por el odio, y que de la noche a la mañana se cosifica por efecto de una función desobjetalizante. Esto quiere decir que la pulsión de muerte obra cada vez que los objetos de la psique pierden singularidad, para ir siendo progresivamente reducidos a un estatuto anónimo y en última instancia, no humano. Eso hicieron los nazis. Primero les llamaron a los judíos sub-humanos (Untermenschen) y luego, fueron mirados como “mercadería” que había que procesar y vender en las mejores condiciones de rendimiento y de ganancia.
Esa es la destructividad desplegada en el nazismo. “El horror de la Shoa reside en reconocer que los crímenes fueron cometidos por nuestros dobles, y que las monstruosidades se llevaron a cabo por hombres ordinarios en nombre de la Kultur, seres humanosdentro de los cualesconvivían armónicamente dos facetas: El eficiente ejecutor de la “Solución Final”, que al mismo tiempo es un padre amoroso para con sus hijos y se conmueve hasta las lágrimas escuchando a Mozart (Kijak 2005). Esto tiene que ver con lo que Arendt (1974) postula como la Banalidad del Mal (que es un estilo de ejercer el Mal radical): los individuos que cometen actos monstruosos no necesariamente tienen motivos malignos. Son individuos movidos por el deseo de complacer a sus jefes, pueden cometer los actos más horrendos. Lo aterrador de las condiciones burocráticas de la modernidad es que éstas incrementan este tipo de mal, siendo una posibilidad activa aun después de la desaparición de los regímenes totalitarios. Desde este entendimiento del Mal, los verdaderos hombres peligrosos son los hombres comunes. Cuando Levi (1986) se pregunta ¿Dónde está el Mal?, al intentar una
respuesta se tropieza no sólo con los carceleros sino también con sus propios compañeros. Dice: “Las primeras amenazas y golpes no venían de los SS, sino de los otros prisioneros. El mundo del Lager se volvía indescifrable, todo perdía sus límites, todo era confuso”. Entrar al campo era caer en una soledad abismal, era perder el nombre y el sentido. El cuerpo sensible se ha diluido en el anonimato y el otro humano que es condición de la propia humanidad, ha desaparecido como tal. Antelme, dice: “Siempre nos estremecemos por no ser más que tubos de sopa, algo que se llena de agua y mea mucho”. Aquí ya no cabe considerar un cuerpo propio, aparece la extrañeza de la impropiedad del cuerpo propio; el Lager, una máquina de destrucción de la subjetividad. El cuerpo del recluido se queda sin identidad, deja de ser un cuerpo simbolizado y se convierte en pura carne desnuda. Es un cuerpo sin sujeto o al borde de perderlo. El mundo del Lager anula el mundo del sujeto, aniquila su identidad. En el Lager se pierde el pasado, se pierde el nombre, se adquiere un número tatuado que es el nombre de quien se ha convertido en cualquiera (hombre sin cualidades, sólo nombrable en el reino de la cantidad).
Auschwitz nos hizo enfrentar la manera en que la pulsión de muerte inherente en el ser humano puede mostrarse “más allá de lo pensable”; se logra un asesinato masivo sin pasión, en frío, indiferente, pulsión silenciosa, que es la que escapa a toda comprensión y sentido; actuada por hombres comunes. Lo singular y terrorífico de la Shoa radica en que se actúa masivamente esa forma de expresión de la pulsión de muerte.
Esas son heridas que no se eliminan, y cuando esto ocurre, esas marcas se transmiten a las generaciones sucesivas: Auschwitz es una de ellas.
La humanidad después de Auschwitz
Como psicoanalistas sabemos que “el porvenir es el pasado que vuelve”. El horror de Auschwitz permanece inscrito en el silencio.
¿Cómo recobrar la esperanza frente al sentido destruido? ¿Cómo es que se transmiten estos fantasmas?
La transmisión, dejará su marca en el sujeto a través de complejas operaciones de reinscripción y transformación. Cuando una generación vive un acontecimiento traumático, lo que se transmite son trazas imposibilitadas de reescrituras, que van trasladándose de una generación a otra en su cualidad de hueco de memoria. Esta transmisión establecerá una serie de encadenamientos psíquicos que marcarán fronteras borrosas entre las generaciones, eslabonando una “cadena traumática transgeneracional” apoyada en lo que las generaciones anteriores no lograron darle ligadura y heredando a las siguientes la responsabilidad de darle sentido a lo traumático (Gomel 1997).
Después del Holocausto pareciera que algunos de los mecanismos propios del sistema concentracionario siguen entre nosotros: a) La masificación que lleva al vaciamiento de la identidad y a la soledad. A la pérdida de la subjetividad donde aparece el cuerpo sin sujeto o a punto de perderlo, b) La “superficialización” (Zac-Grinfeld 1982), que explica cómo podemos ver en la televisión masacres, actos terroristas, incontables formas de muerte, al mismo tiempo que comemos cereal con leche y continuamos con lo cotidiano. Vivimos en tiempos en que el sujeto es amenazado constantemente por la violencia, el terrorismo, los secuestros… Pareciera que atravesamos por la civilización del trauma, que ya no se trata del malestar de la civilización, sino que el trauma es la civilización de nuestro tiempo (Torres 2006). El trauma es la manera en que el sin-sentido se expresa en nuestra época, puesto que en el terror no se piensa: se sobrevive o se sucumbe. Mundo en donde la palabra simbólica figura como cuerpo extraño y el individuo tiende a la superficialización como defensa.
Incluso pareciera que, a partir de la Shoa, la mirada estética del cuerpo sufrió una modificación puesto que nos parecen estéticos y “de moda” los cuerpos que nos recuerdan a los del campo de concentración. Cuerpos que parecen tubos que se llenan de pura agua y no retienen nada, cuerpos sin sujeto, cuyas miradas parecen vacías. Recordemos solamente la delgadez extrema y la expresión de la mirada que en la actualidad podemos observar en de un gran número de personas.
La juventud de hoy es una juventud melancolizada que no adopta la forma de depresión sino de apatía, de desinterés. Melancolía más difícil de elaborar puesto que aparece, como diría Green, en blanco; no se nota y por eso es más peligrosa, es silenciosa, es la que lleva al sin–sentido. Hay una sensación de masificación, de buscar ser pensados por otros y de miedo a pensar por sí mismos. Han buscado perder la subjetividad, el nombre, han buscado ser uno más en la masa. Se han convertido en hombres sin cualidades, solo nombrables en el reino de la cantidad “seres estandarizados”. Debemos recuperar la realidad de enfrentarnos a esos huecos de memoria para intentar tramitarlos a representaciones palabras que permitan restituir el derecho a pensar.
Cada vez más, nos ocupamos de pacientes que no tienen palabras para nombrar lo que les pasa; lo más verdadero que sienten dentro de sí es el vacío, el sin- sentido y presentan grandes dificultades en constituir una subjetividad. Como dice Mc. Dougall(1990), algunos de estos pacientes ni siquiera presentan actos-síntomas; su síntoma es la “normalidad” en la que viven, se conducen como si se tratara de robots programados. En estos casos el individuo tiene la certeza de ser “normal”, para este sujeto ser normal es “estar en el orden; es pertenecer a la masa sin cuestionarse nada”. Estos sujetos podrían recordarnos lo que Arendt dijo que era la personalidad de los burócratas: seres ordinarios que sólo cumplen órdenes. Como sostiene Günter Anders (1964), hoy en día vivimos en “la tecnificación de la existencia”, esto es, que todos nosotros sin saberlo, cual piezas de una máquina, podríamos vernos en acciones tan destructivas como las que Eichmann (uno de los principales colaboradores en las deportaciones de los campos de concentración nazis) perpetró en nombre de sus “deberes”, de su obediencia pasiva. Estos actos son más funestos en tanto las condiciones que los hicieron posibles no han desaparecido, al contrario, se han reforzado. Eichmann decía: “Pero yo sólo fui una pieza de aquella máquina, por lo tanto, no soy culpable”. Anders sostenía que todos somos ahora “Hijos del mundo de Eichmann” es decir seres masificados que diluyen su responsabilidad en el sistema y no herederos de la conciencia atormentada del piloto Claude Eatherly (piloto del avión que lanzó la bomba de Hiroshima), quien dijo: “Si podemos volvernos culpables actuando como piezas de una máquina, entonces debemos negarnos a ser piezas de esa máquina”. Sin embargo, las ideas de quienes se salen del sistema son un peligro para la masa y esto tiende a alienarlos. La masa rechaza la capacidad del hombre de tener una palabra propia, creativa y responsable. Por eso, frente a la masificación de la barbarie debemos luchar por rescatar el carácter central de la singularidad.
Conclusiones:
Como psicoanalistas, es preciso que, a través del proceso transferencial, el sujeto pueda diferenciar entre lo que es de él y lo que le pertenece a las otras generaciones; hacer un trabajo psíquico que logre construir historizaciones simbolizantes que den lugar a la subjetivación.
En lo colectivo, debemos recordar que, no hay elaboración posible para uno solo, el duelo es asunto de todos. Puntualizando que el Mal no sólo está en el otro; concientizándonos en cómo la destructividad habita dentro de cada uno de nosotros y reflexionando desde lo inconsciente sobre cómo las pulsiones trabajan en el proceso del Mal.
El ser humano de hoy convive indiferente con el horror y la violencia, ha establecido un sistema social con los mecanismos del sistema concentracionario donde la masificación y la superficialización están cotidianamente presentes; en una sociedad burocratizada, apática, superflua que busca no pensar, poniendo en riesgo la subjetividad y transformando la mirada estética de los cuerpos, apareciendo bellos y de moda los cuerpos que recuerdan a los de los campos de concentración. Esta transformación, hace tomar lo tanático por estético y así el trauma es la manera en que el sin- sentido se expresa en nuestra época.
Me parece que el bebé humano de hoy, hijo del trauma de los padres y abuelos del ayer, exige una especial escucha. La fuerte presencia de lo tanático y los mecanismos para escapar de ello nos llevan a echar una mirada hacia un riesgoso futuro.
A pesar de saber que siempre quedará un resto no representado del silencio que el Mal establece, es imprescindible tratar de darle una ligadura que le permita al hombre tener la esperanza de no destruirse.
BIBLIOGRAFÍA:
[1] Psicoanalista en funciones didácticas Sociedad Freudiana de la ciudad de México (SFCM) miembro International Psychoanalytical Association (IPA), Federación Psicoanalítica de América Latina (FEPAL). miriamgc32@hotmail.com. Éste trabajo obtuvo mención de excelencia en el Premio Comunidad y Cultura 2010 (FEPAL). Trabajo publicado Rev. De Psicoanálisis de Guadalajara #3 (2008) p.93-102.